Bueno
viejo, aquí estamos de nuevo. Otro callejón sin salida. Para ser
completamente sincero contigo, prefiero con mucho cómo
acabamos la primera vez. Desde luego mucho mejor que en este
asqueroso baño de carretera. La verdad es que nos superamos en
aquella ocasión. La procesión, las cruces sobre el Gólgota,
la vista sobre Jerusalén, toda aquella gente, los soldados. Fue una
buena crucifixión. Un espectáculo tan bueno que aún hoy, después
de dos mi años, la
recuerdan y la representan con pasión y fe ciega. Te aseguro que no
hay obra de teatro sobre este planeta que haya durado tanto tiempo en
cartelera. En cambio ahora míranos, rodeados
de mierda, cucarachas y pintas obscenas en las paredes. Del olor ni
te cuento. Es una mezcla pestilente de pupú viejo, sudor y orina. Ni
siquiera puedo cagar tranquilamente. No puedo poner
mi santo
culo
sobre el asiento de la poceta porque, básicamente, no hay asiento de
la poceta y la taza es un Pollock color caca que no puedo limpiar con
papel tualet porque, ríete, me acabo de dar cuenta de que no hay
papel tualet. Me tiemblan las piernas de tanto tiempo como llevo en
cuclillas sobre la taza. Y
si crees que esto es mejor que estar clavado por las muñecas a una
cruz de madera te cambio
el sitio.
Y
las ganas de cagar que
no se van. Esto es una diarrea en toda la regla. Me
pregunto si las caraotas de
la última cena
tendrán algo que ver.
En fin, sabes muy bien que no me quejo por quejarme. No soy de esos.
Es que pienso que empezamos con mal pie. Cometimos errores desde el
principio. Errores
tácticos y errores estratégicos.
Errores,
si me permites decirlo, de principiantes.
Por ejemplo, ¿Te parece que, visto lo visto, analizando en
retrospectiva cómo se desarrollaron los acontecimientos, fue buena
idea reencarnarme en un burguesito
de
Prados
del Este?
No,
en serio, piénsalo un segundo. ¿Puedes señalarme un ser humano en
esta tierra bendita más desfasado de la realidad, con menos
sensibilidad social, con menos credibilidad que un sifrino de Prados
del Este?
Coño, Prados
del Este,
el núcleo de la inanidad, el meollo del conformismo, el centro
neurálgico de la inercia. ¿A
quién pensabas que iba a salvar aquí? Aquí no hay nada que salvar.
Un agujero negro, eso es lo que es.
A veces pienso que lo haces a propósito. Yo entiendo que a la vaina
hay que meterle dificultad porque si no la gente no se engancha o
pierde el interés de inmediato, pero coño, creo que esta vez se te
paso la mano. Has puesto el listón muy alto. No, peor aún, no has
puesto ningún listón. No
hay nada que saltar y por lo tanto nada que hacer.
Mira, te digo algo, para la próxima crucifixión, dentro de dos mi
años o
cuando se te ocurra,
búscate a otro. Dame unas vacaciones. No sé. La
próxima vez reencárname
en un Sai Baba. Esos sí se lo pasan bien. Siempre rodeados de
fervientes creyentes, viviendo a
cuerpo de rey en esos ashram tan bonitos,
viajando,
dando
conferencias por todo el mundo, muriendo
de
viejos y, lo más importante, créeme, lo más importante, muriendo
plácida y dignamente
a
los noventa años.
Por una vez no estaría mal que me tocará una vida así. Pero sin
duda alguna esta vez te has superado. Nada más pensar en mis
padres me dan arcadas. Vaya par de retrasados escogiste esta vez. Qué
lejos está Aida de mi querida y abnegada María. José era bobo y
atontado, pero un pan de Dios, un dulce ratoncillo, comparado con el
autista de Fidelio. Fidelio
se enteró de que Aída estaba embarazada
al
séptimo mes. Gabriel tuvo que visitarlo tres veces, coño, lo cuento
y yo mismo no me lo creo, tres veces. Al final a cachetadas tuvo que
sacarle la cara del tablero de ajedrez. Y
aún así fue tarea hercúlea hacerle entender y no te digo ya que
mostrase un mínimo de interés por el embarazo de su mujer y por la
perspectiva de traer una vida al mundo. En cuanto pudo volvió a
enterrar la cara en el tablero para enfrascarse en intrincadas,
complejas e inútiles combinaciones que permitiesen a sus piezas
derrotar a las piezas enemigas. Te
aseguro que a estas altura no puedo ver un tablero de ajedrez sin que
me bizqueen los ojos. Como
padres
ausentes y despreocupados Aída y Fidelio han
sido
todo un éxito. Mamá salía poco de la cocina en la que se la pasaba
cocinando y bebiendo sus
inapreciables
cervezas.
Papá se
movilizaba a lo largo de
un circuito muy sencillo y corto que iba de la mesa del comedor en
donde tenía el tablero del ajedrez hasta el sillón reclinable de
cuero en el que se instalaba a
escuchar música clásica con los ojos cerrados y esas enormes
audífonos negros que se encasquetaba en las orejas. Y luego de
vuelta a la mesa del comedor o a la cama a dormir la siesta. Un bucle
eterno del que no se desviaba jamás.
Este desamparo me dejó mucho tiempo libre y me permitió hacer lo
que se me pegó
la regalada gana. Salvo
cuando se les metió en la cabeza que tenía que aprender a tocar el
piano. Seguro
que
tú fuiste la mosca que picó a esos dos. Vaya transformación se
operó en ellos. Del
ensimismamiento (beodo el de Aída, metafísico el de Fidelio)
pasaron sin escalas a un interés férreo, obsesivo y violento sobre
mis
capacidades musicales al piano,
mis pobres manos de dedos cortos y gruesos y mi nuca. Yo
aporreaba las teclas de mala manera. Las notas surgían torcidas y
desinfladas y ellos venga
a enfadarse.
¿Por
qué estaban tan enfadados? Dímelo. Esto es obra tuya. ¿A santo de
qué esos golpes en la nuca, esos gritos, esa furia impotente? ¿Por
qué ese súbito interés en convertirme en un Rachmaninov? ¿Qué
aportaba aquello al plan general que habías trazado? ¿Se
trataba de fortalecer mi carácter? En ese caso, objetivo logrado.
Pero, ¿a qué costo? Dime, ¿a qué costo? ¿Ah? Fue entonces cuando
moró en mí por primera vez el Ajustador del Pensamiento. ¿Y sabes
lo que hice? Lo relegué a lo más recóndito de mi mente. Lo hundí
en el más profundo, oscuro y silencioso rincón de mi conciencia. Y
allí lo dejé. Eso es lo que conseguiste con las clases de piano y
con aquél par de padres tarados.
Pero
en fin, no me quejo. Ya lo sabes. Solo trazo el mapa de lo que
sucedió. Si me notas un pelín alterado es por esta diarrea de los
cojones. Además,
fui yo mismo quien puso fin a la tortura quemando
el
piano. Hizo un bonito fuego que
por primera vez le sacó notas melodiosas.
Es cierto que casi perdimos la casa. También es cierto que el fuego
arruinó económicamente a Fidelio y lo ensimismo aún más, si esos
es posible, y que Aída se enclaustró definitivamente en la cocina y
se dedico exclusivamente a la bebida. Pero valió la pena. Ya lo creo
que valió la pena. Como
también valió la pena conocer a Juan. Allí acertaste de lleno
aunque para ti no representó realmente un logro. Mi vida dio un
vuelco como suele decirse cuando conocí a Juan. Desde
el principio hubo una conexión entre nosotros y nos hicimos
inseparables. Juan fue un maestro para mí que
me abrió
las puertas del mundo. Es una lástima que lo asesinara aquel cartel
de las drogas al que le debía dinero. Pero
supongo que eso estaba dentro
de
los planes. Que
lo degollaran y le enviaran la cabeza a sus padres era parte del
plan. Lo
entiendo. No creas que no lo
entiendo. La obediencia es importante. El orden es importante. Fue
por eso que a pesar de mis naturales reticencias me dejé conducir
por Aída y Fidelio a esa horrible casa que llamaban escuela. Supongo
que fue un alivio para ellos deshacerse de mí parte del día para
poder dedicarse a sus actividades preferidas, Fidelio a la inanición
catatónica entre
gámbitos y sacrificios y Las
cuatro estaciones de Vivaldi
y Aída a su alcoholismo empedernido
y
cervecero en
el claustro de
la cocina.
Mientras
tanto yo me ahogaba en aquella casa oscura regentada
por aquel ser abominable llamado Berta. Esos
fueron mis cuarenta días en el desierto que en el papel se
tradujeron en quince largos y penosos años. Berta
era un monstruo de dos metros. Negra y encorvada, ancha y multiforme.
Unos alambres blancos sujetos en un moño por encima de la nuca le
cubrían la cabeza. Era
imposible calcular su edad. Su piel era una gruesa y cuarteada costra
de tierra marrón.
Arrastraba los pies. Silenciosa e invisible se materializaba de
pronto donde menos lo esperabas. Hablaba
poco y cuando lo hacia era con una voz cavernosa que parecía
provenir del mismísimo infierno. El peor castigo que podías recibir
era
que te encerraran en su cuarto. Y
créeme, yo pasaba mucho tiempo encerrado en ese
cuarto semi oscuro, sentado
en el borde de la cama
frente a la ventana, llorando y llamando a mamá, con
la esperanza de que pasara casualmente por la calle y me rescatara o,
al menos, que me escuchara desde
casa
porque los berridos que lanzaba habrían podido levantar al propio
Lázaro. Pero no nos adelantemos a los acontecimientos. Por
experiencia sabemos que las prisas y los arrebatos no traen nada
bueno. Por
cierto, hablando de prisas, cuando todo esto termine y sabemos que va
a terminar y, sobre
todo,
cómo va a terminar, piensa
en
otra forma
de obrar
el milagrito
de
la ascensión.
Tu
creerás que descomponer
el
cuerpo con
un chasquido
de dedos es
una buena
idea,
todo
un espectáculo,
supongo
que de cara a las gradas funciona muy bien el marketing,
pero a
mí y a mi cuerpo no le hacen ninguna gracia
esos fuegos de artificio. ¿En
dónde estaba? Ah sí, en nuestras malas experiencias con las prisas
y los arrebatos. Por
ejemplo, ese
día en el centro comercial, no
sé qué me pasó, se me metió en el cuerpo una rabia atroz, una
indignación cósmica que cegó mi entendimiento cuando vi todo el
tinglado que habían armado alrededor
de
un falso San Nicolás, un
viejo escuálido y retaco relleno de almohadones con
una halitosis mezclada con ponsigué cerrero
que tiraba para atrás y
que montaba a las niñas entre sus piernas y manoseaba a los niños
con una familiaridad que resultaba chocante, todo
esto
frente
unos padres que parecían alentar esos toqueteos
ambiguos,
y la fila de niños histéricos y desenfrenados
que se
alargaba más allá de lo soportable
y el fotógrafo dale que dale a las fotos y los flashs destellando y
la
luz blanca haciendo
plaf plaf plaf, sin parar, y no sé, se me revolvió el estómago, se
me nubló la mente, se
me hizo un nudo en la garganta, me volví loco cinco minutos y acabé
con todo ese marketing asqueroso a carajazos.
Un
poco como aquella vez en el templo. Entonces me salió bien. Digamos
que contribuyó positivamente a mi fama. Pero esta vez no valoré
correctamente las circunstancias históricas, no anduve muy fino de
olfato, lo reconozco, y no reconocí los miedos actuales de las
buenas gentes. Y me tomaron por lo que no era. Tomaron aquella
genuina indignación mía contra quienes habían convertido una
celebración del espíritu en mercancía para mercachifles por un
ataque terrorista y a mí por un terrorista. Y
supongo que
el hecho de que llevara anudado al cuello un shemagh no contribuyó
en absoluto a
hacer
menos confusa
la situación. Así
que cuando volví en mí o, como tal vez te gustaría decir a ti,
cuando el espíritu regresó a mi cuerpo y me bañó con su luz
purificadora, estaba rodeado de policías y me cubría de los
cañones de sus armas con un
anonadado
San Nicolas, al que tenía agarrado por el cuello. Yo describiría
la situación como caótica y muy alejada de lo que comúnmente se
entiende como los planes de Dios son perfectos: Las madres apenas
lograban
contener
a sus pequeños hijos que con cara de espanto se debatían entre sus
brazos y
soltaban
unos chillidos histéricos y llamaban a Santa con los brazos
extendidos hacia él,
mientras
los impávidos y, diría yo, encantados padres lo grababan todo con
sus móviles. Lo que no sabia yo querido papi es que San Nicolas era
un ex-presidiario y
que a la policía le tenía sin cuidado
su bienestar físico. Por
si no fuera suficiente era cojo y prácticamente tenía que cargar
con él lo
que dificultaba mis intentos de huida. Yo
no sé qué pensaras tú de todo esto, pero a mí la situación me
pareció digna de un final y por un segundo sopesé la posibilidad de
inmolarme allí mismo, en medio de ese rito pagano que se había
salido de madre muy a nuestro rollo. No me negarás que una muerte
así habría quedado grabada a sangre y fuego en la mente de los
pobres mortales que me rodeaban, sobre todo de los niños,
esas pobres criaturitas traumatizadas. Tal vez no habría estado a la
misma altura de la crucifixión del Gólgota, pero coño, ahí ahí
sí
que habría
estado.
En
fin, supongo que volviste a intervenir con tus,
últimamente, erradas estrategias y pusiste fin a mis
planes de
gloriosa inmolación y cierre con broche de oro de esta segunda, muy
caótica y, añadiría yo, improductiva
resurrección. Finalmente
y para no hacer mas largo el cuento (ya
puedo escuchar las sirenas acercándose y el murmullo iracundo de la
multitud enardecida.)
basta
decir
que al pobre San Nicolás lo dejaron como un colador del que brotaba
la
sangre a chorros, que
yo no recibí ningún balazo porque tu mano peluda se inmiscuyó o
tal vez fueron los gordos almohadones que usaba Santa para resaltar
su barriga y
que la estampida producto de la balacera derribó
un enorme árbol de navidad salpicado de bolas brillantes, luces de
colores y coronado con una estrella dorada de tres puntas que cayó
entre la
policía
y yo y cubrió mi huida y
que no miré atrás pero fui consciente, qué digo consciente, vi con
prístina claridad cómo los niños, los que no caían arrastrados
por el tsunami humano, corrían hacia San Nicolas y se postraban ante
su cuerpo malherido en el que la sangre se confundía con sus ropas y
desconsolados y bañados en lágrimas clamaban al cielo por su suerte
y se preguntaban quién coño les iba a traer sus regalos estas
navidades. Y es así papá como llegamos a este espantoso baño de
camioneros perdido en una carretera perdida en
que mi alma perdida se desfonda sobre esta poceta hedionda. Y es que
pienso y pienso, le doy vueltas al asunto, y no consigo imaginarme un
final peor. ¡Aja!,
ya
puedo escuchar los siniestros pasos de mi destino acercándose,
las rudas patadas sobre la puerta, la puerta que estalla en mil
pedazos, las huestes carniceras se echan sobre mí con sus deseos
de venganza derramándose como lava ardiente, los disparos. ¡Dios
mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado? ¡Papi, papi!

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